LA TRAGEDIA DE RÍO FLACO
Por: Germán Romero
A las cuatro y media de la mañana, una única campana sonó. La esposa del alcalde de Río Flaco, la señora Gutiérrez de Monterrosa, despertó a su marido cuando abrió el clóset en busca de su ropa de iglesia. Era jueves. El señor político, devoto y un poco dormido aún, le siguió los pasos. Juntos, salieron de su casa con el sol apenas asomándose, cerca de una hora después.
El gallo cantaba confundido. No entendía qué cura en su santo juicio entretendría una reunión a tan tempranas horas. — Dejen que Dios Padre alcance a tomarse su tinto, al menos —se dijo. Pero ninguna queja, por más disfrazada de oración que esté, le gana al trote fervoroso de las nueve señoras apodadas las Musas que, cual matrimonio, en salud y enfermedad, cada mañana se postraban frente al cáliz. Se limitó entonces a decir cocorocó.
Al llegar a la iglesia, la pareja vio que las nueve estaban en fila de cangrejo con la mirada fija en la capilla.
— Buenos días —saludaron.
— Buenos días, señor alcalde —respondieron al unísono sin voltearse.
— ¿No ha empezado la ceremonia? —preguntó Tomás Monterrosa.
— No hay, al parecer. Nos levantó un único redoble de campana. Asumimos que José, el campanero, se había levantado perezoso. Es completamente comprensible, nos pasa a todos —dijo Clío, una de las musas.
— Se imaginarán la sorpresa —continuó Talía, otra del grupo— cuando llegamos y no se olía incienso por ninguna parte. En cambio, allá, justo frente al portón, encontramos al Pájaro Plateado muerto. Pobre criatura. Su metal chocó contra el crucifijo cual augurio de hostia. Cayó de lado por el peso de su lata.
Inmediatamente, el alcalde se retiró corriendo al ayuntamiento. Azotó la puerta. Se sentó en su escritorio. Miró por la ventana que apuntaba hacia el río de donde sacaba el nombre el municipio. Estaba inusualmente calmado. Parecía de luto. Las olas se agarraban las manos, ya no gritaban ni pegaban. Sus láminas plateadas y esmeraldas se organizaban sobre el agua como un ejército inglés listo para derrotar a la amenaza soviética. Con aquella firmeza lloraban la muerte comunista del Pájaro Plateado. La hoz no había tenido suficiente con su libertad y su propiedad privada: tenía también que quitarles a un amigo.
El señor Monterrosa abrió el libro de cuentas y recibos del pueblo. No había más que números rojos. Entre la sangre, se distinguían trazos de esperanza en junio y agosto, meses en los que el Pájaro Plateado se encontraba en Río Flaco por su camino de migración. Verlo brillar y opacar el sol era una pintura para unos. Mirarlo volar, sufriendo y agitando de más por su pesada ala izquierda era un circo para otros. Para el pueblo, era una salvación: una que les había sido arrebatada. Entre llantos silenciosos y lágrimas furiosas, el alcalde, un hombre por lo general calmado y centrado, agarró el micrófono de la máquina que resonaba en todo el municipio y anunció:
— Ciudadanos de Río Flaco, hoy en la mañana se cometió un crimen terrible. Mataron al Pájaro Plateado, fruto de felicidad y símbolo de unión. Su asesinato no borra sus enseñanzas. Por el contrario, hoy, más que nunca, nos vemos obligados a mantenernos juntos para castigar al victimario como es debido. Una muerte nunca termina en sí misma. En el peor de los casos, hay docenas más. En el mejor, solo una.
Los dos días consiguientes fueron utilizados por el señor Monterrosa para organizar la junta del pueblo. El parlamento de Río Flaco estaba constituido por 12 puestos para el Lado Izquierdo, la región más próspera del pueblo, y 3 para el Lado Derecho, su sección más popular y marginada.
El domingo fue un día tranquilo. Hasta los grillos se pusieron cintas en la boca. Los vientos se quedaron quietos, solo se molestaban para callar a algún rebelde de la calma. Todos los habitantes de Río Flaco, grandes o pequeños, ricos o pobres, humanos o insectos, estaban atentos al veredicto de la junta. Además de las 15 posiciones marcadas y previstas, se veía en la esquina, sentado en una silla de plástico, un señor (jamás antes visto en el municipio) casi calvo, con lentes y una bata azul cielo. Sin explicación alguna, el alcalde Monterrosa dio dos toquecitos al micrófono de la sala y pronunció:
— Buenos días, buenos días, buenos días. Tengo que repetirlo para reafirmarme, pues poco parecen buenos en la falta del Pájaro Plateado. El jueves me puse inmediatamente en contacto con la Fiscalía Departamental. De ahí, el señor que ven al fondo. El forense veterinario… —murmullos interrumpieron— Entiendo, entiendo, a mí también me pareció un insulto: el Pájaro Plateado era más hombre que muchos de nosotros. El forense Díaz Granados ha llevado a cabo la autopsia del cuerpo. Esto no es una investigación: es un juicio. Por favor, que pase al frente la señorita Paloma Buenaventura.
— ¡No! —gritó doliente Fátima Caballero de Buenaventura, madre de la acusada y representante del Lado Derecho.
— Sí, señora Fátima —interrumpió el forense—. Muestras de lágrimas congeladas de Paloma han sido encontradas punzantes en el ventrículo izquierdo del corazón del cadáver del Pájaro Plateado.
— ¡Descarados! Esto es solo otro intento del Lado Izquierdo por someternos. Ya nos marcaron de pobres e inmundos. El título de asesinos de sueños y pájaros está reservado para ustedes…
— Suficiente —dijo cortante el alcalde—. Suficiente de peleas, de dolor y de injusticia. Todos hemos tenido suficiente por hoy. Procedamos a votar. La guillotina está afuera. Como es costumbre, dos tercios.
La ejecución de Paloma Buenaventura fue rutinaria. El lado Izquierdo tenía una mirada de aprobación. Euterpe, una de las Musas, se ofreció a cantar una canción. Naturalmente, el pueblo rechazó la oferta. La música que reinó en Río Flaco fue el silencio. La única melodía, la de las lágrimas de los ciudadanos del Lado Derecho, cuyos deseos de esperanza e igualdad chocaban contra los charcos de opresión y sufrimiento simbólico.
Al lado izquierdo, el verdugo. Del otro, el forense Díaz Granados, firme con su dictamen. Había redactado un escrito donde explicaba lo sucedido. Al parecer, el Pájaro Plateado, una criatura emocional, inocente y cortés, se encontraba sobrevolando el Lado Derecho la mañana de su muerte. Acostumbraba a saludar a todo rioflaquense que viera. Eventualmente, fue turno de la señorita Buenaventura para recibir su amabilidad. Sin embargo, no era una buena mañana para Paloma. Todo lo contrario. La noche anterior había sido informada de que el presupuesto de las ayudas sociales que recibía su barrio iba a ser diezmado en vista de una necesidad constitucional de Polimnia, una de las Musas, por un nuevo piano. Lloraba desconsoladamente, mientras, con impotencia, se decía a sí misma: “Como es costumbre, dos tercios…”. Decidió no poner una sonrisa donde sonrisa no había. En un mismo movimiento, se secó las lágrimas y fue a espantar al animal. Ellas, congeladas por el aire de una fría mañana de Río Flaco, salieron disparadas y se encontraron con nada más que venas, arterias, corazón y un simple saludo del Pájaro Plateado. Ella lo vio todo. Lo oyó quejándose y, posteriormente, siguió la caída con sus dos ojos pero decidió, por el bien de su gente (y, discutiblemente, por el suyo), no decir nada.
Antes de pasar a mejor vida, ya en la guillotina, con la cabeza inclinada y los brazos fijos, Paloma Buenaventura pronunció unas palabras que resonarían más que cualquier nota de instrumento. Dijo:
— Si me matan por mi silencio, cúbranse los cuellos, pues tampoco ustedes atienden el llanto de mis hermanos.
El verdugo azotó. La hoja cayó.