LÁGRIMA DE AZÚCAR
Por: Juan Pablo Benedetti
Tommy estaba acostado en el suelo de su propia habitación, sintiendo la hermosa temperatura que esta adquirió al prender el aire acondicionado. Este no hacía nada más que abrazar fuertemente la almohada de su cama, que se sentía sola porque prefirió el piso antes que ella. Tommy solo podía llorar, y así hizo durante minutos. Estos minutos rápidamente se volvieron horas hasta que él cayó dormido, por nada más que el cansancio y la deshidratación que le trajo dejar ir tanta agua por sus ojos.
Al día siguiente, Tommy se levantó exactamente a las cinco y quince de la mañana, tal cual como solía hacer todos los días, incluyendo los domingos. Una vez levantado, salió de su cuarto y, atravesando únicamente un tercio del pasillo, entró al baño. Rápidamente se quitó la ropa y se dispuso a bañarse. Este era uno de los momentos del día más especiales para Tommy, porque, para su fortuna, sus melancólicas lágrimas se confundían con las frías gotas de la ducha. Una vez vestido, fue a prepararse el desayuno. Cocinó huevos revueltos y se hizo exactamente tres cuartos de taza de café, con leche deslactosada, tal cual como solía hacer todos los días, incluyendo los domingos. Tommy agarró su maletín y se dispuso a salir de su casa, no sin antes dejar un ambientador para que la casa oliera bien una vez regresara. Saludó al vigilante de su residencia con un carisma envidiable, para después volver a adquirir una postura depresiva y desalmada. Caminó hacia la estación de bus, a tan solo una cuadra de su morada. Tommy esperó unos cinco minutos hasta ver el bus sin movimiento al frente suyo, para después montarse y esperar una hora más, hasta llegar a su trabajo. Este era uno de los momentos del día más miserables para Tommy, porque, aunque lloviera, las gotas no podían entrar al bus, y sus lágrimas eran inconfundibles.
Al llegar a su trabajo, Tommy no hacía nada más que fingir una sonrisa ante sus compañeros. Así trabajaba y trabaja hasta que, terminada su jornada, volvía a su casa. Una vez en casa, Tommy se sentaba a leer un poco, la única actividad que le quitaba la humedad de los ojos. Sus sesiones nunca duraban más de una hora, porque sus ojos no tenían paciencia, y nunca se resistían a seguir llorando. Luego de terminar la sesión, Tommy se lavaba los dientes, se ponía el pijama y se acostaba a dormir. Este era el peor momento del día para Tommy, porque, ante la oscuridad y el frío de su cuarto, su mente tenía las puertas abiertas para recordar, cosa que le causaba tanto dolor a Tommy que terminaba en el piso únicamente con su almohada. No podía hacer más nada que abrazarla y llorar, hasta caer dormido. Así pasaba Tommy sus días.
Al día siguiente, la alarma no sonó, y se levantó de un salto al sentir los rayos del sol en su rostro. Revisó el reloj y se dio cuenta de que eran las ocho de la mañana. El último bus pasaba a las siete y media, y sin él no podría ir al trabajo. Esta fue la primera vez en su vida que no pudo ir al trabajo, por lo que rápidamente llamó a la empresa y se excusó. Tommy no quiso dejar su rutina, así que se fue a bañar, comer y llorar. Pero pronto recordó que no iba a ir al trabajo. ¿Ahora qué? ¿Qué seguía?
Tommy se asomó por la ventana con la cálida luz de la mañana. Se dio cuenta del hermoso paisaje en el que vivía. Un hermoso campo verde con un lago en el centro. Pudo notar como árboles se alzaban al horizonte. Algunos tenían flores de distintos colores y hermosos pájaros volaban y se posaban en las ramas de estos. Era la primera vez que Tommy se asomaba de día en su ventana. Impresionado, se dio la vuelta. Él siempre pensó que su casa estaba en escala de grises al siempre verla oscura, pero en realidad gozaba de muebles de distintos colores. El sofá era rojo y las almohadas blancas. Había un hermoso florero azul vacío sobre la mesa, y un cuadro en la pared que mostraba la belleza de las montañas de Asia. Tommy nunca notó esto. A un costado de la puerta principal notó una gran cantidad de cartas regadas por el suelo que nunca había leído. Al acercarse, notó que casi todas eran de su madre, a quien no veía desde hace años. Tommy había pasado tanto tiempo llorando que olvidó que tenía una vida.
Esa tarde, Tommy se sentó a leer carta por carta junto a la ventana. Su mamá preguntaba por él, lo extrañaba mucho. Le mantenía al tanto de todo lo que pasaba con su familia. En las mismas cartas había mensajes de su padre, su hermano e incluso su mejor amigo. Al leer todas las cartas, Tommy recordó su juventud. Tenía aspiraciones, pasiones, sueños. El joven Tommy quería explorar y sentir y hacer de su propia existencia la mejor posible. Tommy perdió todo esto, y se vio consumido por la tristeza y la esclavitud del trabajo. En una carta estaba el número telefónico de su antiguo hogar, y sin vacilar marcó cada dígito en su teléfono. Contestó su madre. Ella estaba muy feliz de finalmente hablar con su hijo. Mientras tanto, Tommy empezó a perder el control al hablar con su mamá y nuevamente empezó a llorar, pidiéndole perdón por todo. Pero algo había cambiado. Estas lágrimas no lo dejaron triste. Ya no sabían a sal y amargura. Ahora las lágrimas eran dulces y, lejos de dejarlo tumbado en el piso, solo provocaron que se levantara de la silla y siguiera admirando su paisaje. Al dejarlas salir sintió un alivio en su corazón. Tommy hizo una maleta llena de ropa y tomó el primer bus a su ciudad natal. Esa fue la última lágrima que derramó Tommy. Finalmente, había dejado de llorar y sintió algo que no había sentido desde hace mucho tiempo. Sintió que estaba vivo.