Por: Samuel Patiño
— ¿Me temes?
Desde pequeño, como un niño inocente, durante la adolescencia donde inició mi madurez, y como adulto que me he convertido, nunca he podido superar ese miedo oculto en lo más profundo de mi ser.
— ¿Me temes?
No sé con exactitud a qué se debe esa ansiedad constante que me causa, esa que a pesar de estar en una habitación donde no existe ni pizca de duda de mi soledad, hace que el nerviosismo y la incomodidad se arrastren por mi espalda.
— ¿Me temes?
El nerviosismo y la soledad al llegar a mi hombro no hacen más que susurrar lo mismo y lo mismo. Y aun teniendo la certeza de que mi integridad física no corre peligro alguno, me veo inundado por una sensación de inquietud que parece emerger desde los rincones de mi subconsciente, como si de un reflejo se tratase, consiguiendo que con tan solo hacer el intento de entender lo que dicen, estas me lleven al borde del desquicio.
— ¿Me temes?
Desde las profundidades de mi ser, yace un deseo siniestro de no desear a otro alma el sombrío abismo de la realidad que presentas. Esa realidad que bajo tu velo consigues que maquine, revelando cómo la mente humana, esa poderosa y retorcida herramienta, se convierte en el motor de la más profunda perversión en este reino de imperfecciones.
— ¿Me temes?
¿Temor? ¿Miedo? Llámalo así si así lo deseas. Tan solo sé que no existen adjetivos para describirte que no sean repugnancia y sus sinónimos. Eres tan desesperante, tan insoportable y rastrero que incluso me toca aguantar que te escondas detrás de mis párpados.
— ¿Me temes?
«¿Me temes? ¿Me temes? ¿¡Me temes?!» POR SUPUESTO QUE TE TEMO.
No deja de pasar por mi cabeza el deseo de responderle a esa presencia que se manifiesta en lo recóndito y desconocido. Por supuesto que te temo en todo momento, la inquietud que me causa el simple hecho de pensarte no es equiparable a cualquier otra sensación que cause ni la más grande bestia sobre la faz de la tierra.
— ¿Me temes?
Decido entre mi desesperación gritarle a esa presencia que no cesaba su habladuría.
— ¡Por supuesto que te temo! —grité desesperadamente.
Por primera vez, esta persistente presencia cambió su monótono murmullo para posteriormente hacerme escuchar la más petrificante y difícil pregunta qué hubiese escuchado jamás.
— ¿A qué le temes entonces? —preguntó aquella presencia.
— A la incógnita de qué es eso que guardas, a todo aquello que seguramente escondes bajo tu manto. Todo aquello que atenta contra mí y que aguarda a tu primera señal para atacar —respondería yo titubeante.
— Creo que aún no entiendes mi pregunta —diría aquella presencia con tono burlesco— ¿A qué le temes?
Después de repetirme una y otra vez, empeñándome en remarcar toda aquella incertidumbre que recorría mi cuerpo al ser acechado por la presencia, esta se dignó a dictar la combinación de palabras que me llevaría a la locura.
— Nada de lo que me dices responde mi pregunta. Soy tu nervio, tu incomodidad, tu incertidumbre, tu miedo y todo eso no es más que tú mismo. Yo soy tú y tú eres yo. Soy tu vicio, tu terror, tu mayor mortificación. Actualmente, no eres más que un prisionero de los límites que has erigido, atrapado en las garras de tus propias debilidades y sombras que te devoran. No eres más que una víctima de ti mismo.
En efecto. Me había sumido en la demencia.