Por: Germán Romero
Para Juan Antonio, Gero y Simón, en unos años.
I. Lo que he sido
Es difícil separar la rama del árbol. Durante mi vida he sido muchas cosas, pero no las escogí. Era un niño: no podía escoger. Es complejo entender hasta qué punto los adjetivos con los que me describen apuntan plenamente hacia mi pecho, y no hacia una nube, abstracta y borrosa, de quién soy o de quién debo ser.
Como hombres, nuestra existencia lleva una carga intrínsecamente pesada. Mucho de lo que somos está dominado por enemigos invisibles y golpes sangrientos que, si bien no dimos, viven en el morado de nuestros nudillos. Precisamente por ello, late con nosotros un compromiso social de corregir el pasado, de enmendar los errores que, aun si no son nuestra culpa, sí son nuestra responsabilidad. Y reconocer el pétalo que constituye tu ser, lo que puedes hacer y lo que puedes cambiar, dentro de una pradera frondosa y fastidiosamente colorida no es fácil. Siempre que hice algo malo, que herí a una persona que me importaba, que rompí una promesa, sentí una sombra que me acechaba e intentaba esconderme detrás de la máscara de la evasión. Era más fácil señalar hacia la miríada de tallos que me acompañaban; ellos me hicieron de esa forma. La reconciliación de la subjetividad y la enciclopedia de circunstancias que nos han llevado a ser quienes somos hace que lo imposible de existir sea encontrarse dentro de un alma que no se quiere ver: que tiene miedo de hacerlo.
Con todo y eso, les pido, no se hundan en su pasado. El vivir de un hombre siempre estará dictado por cuánto está dispuesto a perdonar y a perdonarse. Cuando, en la madrugada de un jueves, en unos años, sientan un peso en su corazón por un dedo que movieron, por una rima que entonaron o por una nube que no vieron; cuando sus ojos no se cierren y la cáscara de la culpa y el arrepentimiento aprieten el nudo en su estómago del que nunca se pudieron deshacer, les vuelvo a pedir, les ruego, perdónense. Y cuando con una sola palabra destruyan su imperio, cuando una sola oración, banal para cualquier otro oído, los haga cenizas y prenda ese pitido en sus cabezas que hacía tiempo no escuchaban, te imploro, perdónala.
II. Lo que será
Mi abuela no tiene miedo de morir. Me lo ha dicho varias veces desde que murió mi abuelo. Cada vez que la escucho, ella con su ecuanimidad existencialista, no puedo sino preguntarme. Porque yo sí, desde que era niño, le temo; y no sé si temían también los vikingos barbones cuando olían las puertas del Valhalla, ni si temblaban los soldados gringos mientras desembarcaban en Normandía. Pero no quiero que se sientan de esa forma, porque su existencia es solo de ustedes. Por lo que es suyo, peleen. No dejen que nadie dude, cuestione, les arranque lo que viaja día y noche por sus venas. Nunca permitan que los caminos que tomen sean labrados por una pala ajena. Sean lo que vinieron a este mundo a ser: ustedes mismos, y sepan, siempre, por favor, que eso es suficiente.
No sé qué me depara mi futuro, y en muchos sentidos me considero por ello mismo afortunado. Aun así, tengo miedo, la verdad. Me imagino que ustedes lo tendrán también. Me preocupa el mundo en el que vivirán, en el que se harán hombres. Espero que les muestre, en carne propia, que la única forma de vivir es con amor, con empatía. Sean el amigo que, de pequeños, desearon tener. Sean buenos y vivan su verdad. Si lo hacen, no creo que tengan nada de lo que arrepentirse.
Por último, muévanse. Conozcan y sean conocidos. Miren y déjense ver. Vivan y vivan bien. Hoy, destruido como estoy, cargando por última vez en mi pecho el escudo que nunca pensé en dejar, tengo el privilegio de sentir nostalgia y de extrañar. Qué suerte, porque significa que viví algo que valió la pena. Recuerden, todo lo que sean y lo que hagan, lo que para mí fue la Personería, El Guacamayo, incluso la polisombra: todo pasará. De la tierra venimos y en tierra nos convertiremos. Lo que se queda, lo que realmente importa, es la gente: son ustedes. Espero que en unos años estén orgullosos del impacto que tuvieron en el mundo. Sé que apenas comienzan, que nunca terminarán, pero sepan que hay al menos una persona a quien han transformado como no se imaginan y en quien, de la forma más literal, vivirán siempre, sea polvo tirado en el mar, abono para los árboles o, como siempre quiero que me recuerden, un corazón que late.
“Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
yo también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.”
- Octavio Paz, Hermandad.